Al menos antes de que el sol se ponga, un árbol me miraba entre sus rayos.
Luminosas sombras enturbiaban la oscuridad de un pensamiento.
-Ahora te das cuenta- las hojas se golpeaban, haciendo lenguaje en su danza.
De la tierra un árbol se elevaba formando una Y.
¿Querrá decirme algo?
¿Y?
Todo eso que me había llevado a hamacarme entre las ramas estaba sólo en mi cabeza.
Sólo ocurre esto de ahora.
El árbol y yo.
Me da sus hojas, sus ramas.
Su tronco.
Nos pertenecemos.
Yo no soy de él ni él es mío.
Pero nos pertenecemos.
Somos un todo inevitable y presente, salvaje y real, como la savia que brota de su leño.
Lo amarillo cae descuidadamente y nadie se lo lleva.
Se funde en el barro y nos sirve de alimento.
Una flauta Beatle mueve las hojas ahora.
Me mira.
Baila con los pies en la tierra.
El sol se esconde y ya al árbol no lo veo.
Me llaman para despedir al sol.
Árbol, hasta luego.
Un diálogo interminablemente cariñoso.
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