domingo, 16 de enero de 2011

Historia de verano en Buenos Aires III


La calma fue exacta. Los días que siguieron no los pude frenar. Pasaron y los pasé. El agua que cayó del cielo humedeció mi alma y el viento arrebató la melancolía que restaba aire en mis pulmones. Hice de la calma mi hogar. Leí Los siete locos de Arlt y repasé los temas que cantaría ese año. Me alejé del asfalto y visité a mi amiga Cony. Un árbol de su casa me recordó lo bello que puede ser lo simple y lo mansa que es la seguridad y la convicción de ser. Él sabía que llovería y que no servía de nada desesperar por la sequía de los días precedentes. La historia de amor que me había agobiado besó el suelo con la tormenta de esa tarde y yo, como el árbol, confiaba en que saldría el sol. Olvidar a alguien parece demorar lo mismo que recordar quienes somos, qué queremos y que si el amor no es de a dos, no es más que un cariño que tiene algo que enseñarnos. Un recuerdo, una guía hacia donde vamos. Insistía la tormenta, cada vez más fuerte, reafirmando la transición, poniendo fin a algo. Cambio persistente, eterno ciclo tan semejante como desigual.

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